jueves, 28 de octubre de 2010

La ciudad es un manicomio gigante.



El señor Durruty es la vejez adolecida por la niñez. Se lo puede ver caminar por los pasillos del Borda, escribiendo las ventanas empañadas, y empañándolas para escribir «La ciudad es un manicomio gigante». Mas nadie se detiene demasiado en cada cosa que dice. ¿Qué cordura podría tener un paciente del hospital de locos?

Las enfermeras oyen ecos de rumores sobre algún pedacito de verdad en las historias de un ser fantástico que cuenta Don Emilio.

En la habitación 109 juran haberlo olido. En la 98 dicen que es muy amable y cordial. Y la señora Herrán, de la 101, aplica la comparación ‘’es tan peludito como mi gato’’.

Lo cierto es que tanto enfermeras como doctores, están aturdidos de tanto chismerío peludo. También están las porteras que son quienes más creen. “Acá se hacen los oídos sordos con la cantidad de pelo violeta que junto” dice Alejandra, con una convicción que reviviría a Julio César.

Desde una perspectiva psicológica, el licenciado en psicología Juan Carlos Merino afirma que todo se trata de una alucinación colectiva, que al tener bases tan firmes, provoca que los individuos que conviven con quienes padecen dicha afección, entren en el juego alucinatorio.

Don Emilio sabe que nadie quiere creer, lo que todos saben; y que estar loco no prohíbe ver la realidad, si no lo contrario, permite aceptarla como si de una sonrisa horneada se tratara.

La bestia púrpura conoce con técnica esta situación, y quizás aquí este la razón de por qué no se hace pública. Si lo fuera, el Doctor Merino jamás terminaría su libro sobre alucinaciones colectivas, la portera no renegaría y no tendría tema para hablar con las otras, y fundamentalmente, el señor Durruty no tendría razones para ser el adolescente revolucionario filosofal, del querido hospital de locos.



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Con menciones de Emiliano Wepa del Bosque, Hadexo Hadexito, Ro Herrán, y Anutar Waerd, grandes amigos. Los quiero muchísimo, chichis.

martes, 5 de octubre de 2010

Flora y fauna de los baños públicos.



Como un sapito asustado detrás de la puerta del baño. Arrodillada sensación de haberme despertado bajo la ducha de una enorme fauna abisal.

Salpicar es un carnaval. Y un sapito mira lo que para mí está tan cerca que no puedo apreciar. Acaricio la planta de mis raíces, el talón vívido, viejo conocido.

Soy una flor etérea, bástame emoción para renacer en primavera. Abrase la puerta, que entre quien pueda liberarse y dejar la sensación que ya no quiera consigo. Que se haga público el dominio, que conozcan a quienes mantienen el mito de lo que es de todos. Un sapo, una flor.

Sapo sapito sapitito que vela por las historias de amor, de alguien que creyó. Amantes sin medidas, sin nombres, apodados por el querer mil veces conoció. Un sapo diccionario de príncipes inexistentes, de princesas que parches en la ropa son. Un sapo pequeño, olvidado, que parece recuerdo del pasado, pero es el presente más acechado en los labios de los pasantes.

Cazando dudas y absorbiendo sentidos vivimos, el público siempre se renueva, aquí a todos conocimos. Incluso a la risa desmarañada de tu jardín estelar y a la búsqueda en el espejo enciclopediado de la palabra "Soñar".

Desde luego, también lloraste aquí, sin querer volver a salir, cual sapito asustado entre flores de vida.



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No me gusta, pero era necesario actualizar.