sábado, 12 de abril de 2014

Toda ausencia es una presencia.

Toda ausencia es una presencia. Es la presencia más dolorosa.
Eso había dicho una profesora que admiro mucho en mi quinto año de secundaria. Y es, entre tantas cosas que ella dijo, una de las que más me quedó marcadas. En el momento que la escuché la anoté en mi cuaderno y luego se la conté al pibe que me gustaba. Un año después, odiándonos por habernos querido y por no haber funcionado lo nuestro, él me envía un mensaje de texto una madrugada de verano, con la misma leyenda que le había transmitido: toda ausencia es una presencia, es la presencia más dolorosa. El porqué me envío eso y quién realmente lo envío es una historia que podemos dejar para otro momento. El punto es que desde ese entonces la frase me quedaría escrita en el alma como un estigma.
Desde que me embarqué en la adolescencia tuve muy en claro lo que no me gustaba, lo que no quería, pero sobre todas las cosas, jamás dudé de cuáles eran mis miedos. Siempre me aterró la soledad más que la oscuridad o la incertidumbre, más que el vértigo o las arañas. La soledad. Me aterraba tanto como podía. Y sin embargo tardé bastante tiempo en poder ver que en mi vida existía una gran dicotomía: me gusta y necesito estar sola, pero la misma soledad me consume y hace añicos. La necesito con la misma intensidad que me hace daño, me desequilibra a su antojo, me hace bailar el vals más deprimente de la historia a veces con una sonrisa, a veces con el corazón sollozando.
Cuando pude aceptar esto hubo un período en el cual no le di mayor importancia. Seguí mi vida de la misma forma (de la única forma que sé: atolondrada, torpe, pero caminando hacia algún lado). Al crecer obligatoriamente nuestra perspectiva sobre los saberes adquiridos y por adquirir va rotando. Solemos pensar que esos saltos creativos no van a ocurrir nunca, o quién sabe cuando. Hoy volviendo de cursar viajando en el subte, cansadísima después de haber estado 8 horas en la facultad, sube un muchacho a tocar el violín. Tocaba con su tristeza, con su propia soledad. Me conmovió con
cada nota, reflejándome en ellas, entendiendo de una vez que si cada uno carga con su cruz, la mía es convivir con la soledad. Y al entender esto veo todas las pruebas que nunca estuvieron escondidas. La literatura abre puertas por excelencia. La misma profesora en sexto año nos hizo leer fragmentos de 100 años de soledad. Llegué al libro este verano, me golpeó por todos lados, me inició en el camino de la percepción. Comprendí que la soledad se lleva en la sangre. Hoy sé que son vestigios de los miedos de mi abuela. Su dicotomía era la muerte, ya les he contado. Al final de su vida la dicotomía se esfumó, se unificó en su último respiro. Me asusta pensar que puedo tener un final similar. Porque la soledad está en todas partes. Está en las relaciones que elijo, pecadoras de ausencias, silencios fortuitos, está en sus nombres, está en las distancias. Está en lo que callan. Y en contrapartida sé que es la gente que más me acompaña y hoy me sostiene, sé que aunque se enmascaren de ausencia están sosteniéndome la espalda siempre ahí.
Todo termina por ser contradicción en está vida, ya que los equilibrios son de cristal. Como tengo lo tengo asimilado, me dedico a buscar las partes que le faltan a este rompecabezas. Las formas, los colores, la edad (quien sabe viene en mí desde otras vidas), su nombre (quien sabe ''soledad'' solo sea un nombre mundano), hasta donde puede llegar.
Descubro. La soledad, decididamente, tiene que ser un gato. Un gato gris. El que acaricio entre palabras, el mismo que me espera al llegar a casa, porque la soledad me espera, me recibe y me acobija mientras la ornalla hace ruido a invierno. Y ronronea al verme y yo me pongo contenta, a pesar que tantísimas veces la sonrisa que le regalo sea agridulce.