
Dos años.
Estabas toda mundana, etérea. Inundabas la cocina con tus burbujas de espejo. El claroscuro de la pausa astral, nos devolvía, como en cada suspiro de soledad, a una unanimidad con dos fases, a una única solución.
Y sonreías porque sabías cómo hacerlo. Porque nunca te quedaba otra, y jamás te molestó reinventarte consecuentemente ante cualquiera que quisiera relojear tu naturaleza.
A mí me daba gracia nuestra simbiótica simetría y me eché a reír al compás de tu estela. Y BLOP explotamos, BLOPITIBLOP explotaste y BLOPITIBLOPITITAP, la cocina se cristalizó abismal.
Entonces me dijiste:
- H--Hola, Julieta.
Y yo te respondí:
- H--Hola, Alia.
Te toqué la nariz y me mordiste el hombro. Supimos, entonces, que estábamos completas. Habías terminado la transferencia. Pero te abracé por miedo a perderte.
Tus palabras se dibujaron en el aire. Decían (iban a seguir diciéndolo siempre) “No me vas a perder, mientras no te pierdas a vos.”
La torpeza fue inhibida por una sabiduría certera, puntual, fugaz.
Sonreímos, porque sabíamos cómo hacerlo, y ya no hacía falta más. El abismo de cristal se derritió hasta reactivar el tiempo, vos te evaporaste en flores.
La cocina, jardín casual, quedó santificado por aureolas de jabón enlazadas a pétalos nocturnos. Quedó conmigo, arrodillada, a la espera de un nuevo renacer.