miércoles, 31 de diciembre de 2014

2015, hola.

Todos los años son de autodescubrimiento.
Este se caracteriza por reconocer nuevas partes en los que estuvieron desde siempre en mi vida y encontrar contra qué peleo, qué es lo que quiero cambiar. En el camino encontré compañeros nuevos, personas que aportan todos los días un poco para que el mundo sea un lugar realmente mejor. Y eso me llena de amor, compañerismo y felicidad. Me da esperanza de que las cosas pueden ser de otra forma y cada logro (por más pequeño que sea) nos acerca un paso más al objetivo.
Soy afortunada de todos los días sentir que el camino del arte es el que me atraviesa y corresponde. Sé que mi lugar en el mundo lo encuentro cuando me relaciono a partir de la sensibilidad y movilizar al otro.
El año pasado mis deseos fueron simples. Amor, música, arte. A este le voy a sumar la paz con nosotros mismos. Aprender a querernos y encontrarnos cuando nos parecemos perdidos. Ser fieles a lo que somos. Que eso sea la bandera que encabece nuestros días, todo lo demás vendrá solo.
Las peripecias de la vida solo son aventuras, así que por más tormentas que toquen vivir, estoy agradecida de vivir, de estar en este lugar que se transformará en otros escenarios y esta vida que colmará muchas otras.
feliz año, che.

jueves, 2 de octubre de 2014

lo que vendrá, lo que ya está y lo que es

Pero tu intuición siempre dormida
no se entera
no despierta ante mi dolor
porque no lo ve
porque no sabe soñar
lo que vendrá
lo que ya está y lo que es.

Ardo, grito y temo
muerdo, me astillo y crezco,
todo ocurre en una jaula
que ahora me queda chica
¿dónde quedó la libertad
de salirse cuando algo te hace mal?

El amor
(eso que vos confundís con ternura)
te está acribillando
y besas cada disparo
con la dulce ilusión
de volver canción al plomo.

Si tan solo fueras más tonta
y pudieras creerte de veras
el cuento de que todo mejorará;
bien sabés que los amantes mueren
al no poder escuchar latir la muerte
en el corazón de quien supieron amar.

jueves, 24 de julio de 2014

Parirse

Quererse para querer, abrazarse para poder ser.
El frío y las bufandas son buenos compañeros para comprenderse. Los viajes en subte, esperar el colectivo, ver correr por la ventanilla todos los caminos posibles. Saber que en cada parada hay una aventura latiendo y que un tanto más lejos está el hogar. Y uno se siente un gato que habiendo vagado por la ciudad decide volver a casa. Pero a diferencia de los gatos, yo recién estoy asimilando mi libertad porque hoy me he parido. Hoy renací por mí y para mí. Y es que para sobrevivirse hay que hacerse nacer de nuevo, transformarse y poder adoptar los cambios como si nos pertenecieran desde tiempos lejanos. Abrazar la libertad entendiendo que su sinónimo es el amor. Ese es el secreto.
Por eso hoy
puedo
ser
luz.


martes, 1 de julio de 2014

llamas de viento seco


Puedo arder en llamas
de frío o viento seco
Puedo entender que
el tiempo
 no es enemigo
si el deseo es eterno

Y aunque lo sepa, lo mastique
lo funda y en mí esté
la convicción
no quiero esperar.
El alma es vieja
y el cuerpo 
sucumbe a pleamar

entonces
cuantas veces se puede morir
en esta noche?
cuántos viajes puedo emprender?

si soy tierra
raíces con sangre férrea
soy el fruto
que cae lejos del árbol
para expandirse al cruzar el sol.

entonces
cuantas veces se puede nacer
en esta noche?
cuántos ríos puedo nadar?

si soy buho
ojos azur plateado
soy la vida en cada paso
un tambor que profesa y se va

y al arder no hay fuego
que alcance
porque ya me volví ardor
lo único que queda es un vestigio
de lo que fui al ser mi Dios

entonces
cuantas veces se puede morir
en esta noche?

sábado, 12 de abril de 2014

Toda ausencia es una presencia.

Toda ausencia es una presencia. Es la presencia más dolorosa.
Eso había dicho una profesora que admiro mucho en mi quinto año de secundaria. Y es, entre tantas cosas que ella dijo, una de las que más me quedó marcadas. En el momento que la escuché la anoté en mi cuaderno y luego se la conté al pibe que me gustaba. Un año después, odiándonos por habernos querido y por no haber funcionado lo nuestro, él me envía un mensaje de texto una madrugada de verano, con la misma leyenda que le había transmitido: toda ausencia es una presencia, es la presencia más dolorosa. El porqué me envío eso y quién realmente lo envío es una historia que podemos dejar para otro momento. El punto es que desde ese entonces la frase me quedaría escrita en el alma como un estigma.
Desde que me embarqué en la adolescencia tuve muy en claro lo que no me gustaba, lo que no quería, pero sobre todas las cosas, jamás dudé de cuáles eran mis miedos. Siempre me aterró la soledad más que la oscuridad o la incertidumbre, más que el vértigo o las arañas. La soledad. Me aterraba tanto como podía. Y sin embargo tardé bastante tiempo en poder ver que en mi vida existía una gran dicotomía: me gusta y necesito estar sola, pero la misma soledad me consume y hace añicos. La necesito con la misma intensidad que me hace daño, me desequilibra a su antojo, me hace bailar el vals más deprimente de la historia a veces con una sonrisa, a veces con el corazón sollozando.
Cuando pude aceptar esto hubo un período en el cual no le di mayor importancia. Seguí mi vida de la misma forma (de la única forma que sé: atolondrada, torpe, pero caminando hacia algún lado). Al crecer obligatoriamente nuestra perspectiva sobre los saberes adquiridos y por adquirir va rotando. Solemos pensar que esos saltos creativos no van a ocurrir nunca, o quién sabe cuando. Hoy volviendo de cursar viajando en el subte, cansadísima después de haber estado 8 horas en la facultad, sube un muchacho a tocar el violín. Tocaba con su tristeza, con su propia soledad. Me conmovió con
cada nota, reflejándome en ellas, entendiendo de una vez que si cada uno carga con su cruz, la mía es convivir con la soledad. Y al entender esto veo todas las pruebas que nunca estuvieron escondidas. La literatura abre puertas por excelencia. La misma profesora en sexto año nos hizo leer fragmentos de 100 años de soledad. Llegué al libro este verano, me golpeó por todos lados, me inició en el camino de la percepción. Comprendí que la soledad se lleva en la sangre. Hoy sé que son vestigios de los miedos de mi abuela. Su dicotomía era la muerte, ya les he contado. Al final de su vida la dicotomía se esfumó, se unificó en su último respiro. Me asusta pensar que puedo tener un final similar. Porque la soledad está en todas partes. Está en las relaciones que elijo, pecadoras de ausencias, silencios fortuitos, está en sus nombres, está en las distancias. Está en lo que callan. Y en contrapartida sé que es la gente que más me acompaña y hoy me sostiene, sé que aunque se enmascaren de ausencia están sosteniéndome la espalda siempre ahí.
Todo termina por ser contradicción en está vida, ya que los equilibrios son de cristal. Como tengo lo tengo asimilado, me dedico a buscar las partes que le faltan a este rompecabezas. Las formas, los colores, la edad (quien sabe viene en mí desde otras vidas), su nombre (quien sabe ''soledad'' solo sea un nombre mundano), hasta donde puede llegar.
Descubro. La soledad, decididamente, tiene que ser un gato. Un gato gris. El que acaricio entre palabras, el mismo que me espera al llegar a casa, porque la soledad me espera, me recibe y me acobija mientras la ornalla hace ruido a invierno. Y ronronea al verme y yo me pongo contenta, a pesar que tantísimas veces la sonrisa que le regalo sea agridulce.

martes, 11 de febrero de 2014

Soy (mensaje para los que todavía no son)


Soy una persona. Iba a añadir un adjetivo, pero la verdad es que me costó pensar con objetividad sobre mí. Después de todo soy como muchos otros, aunque sería preciso explicar cómo soy a los muchos otros que no son como nosotros, como yo.
Veamos entonces. Soy una persona, sensible. Asquerosamente sensible. Sensible desde la raíz cósmica de su alma hasta sus manos hechas materia. Y eso, querido lector, es terrible. Bah, no tanto, terminemos con la exageración galopante que a veces me acecha. Es bueno vivir siendo así, es... divertido, como quien diría. Pero a veces duele mucho, y no hay que ser un genio para advertir que las tristezas sólo son divertidas cuando el tiempo les dio una buena trompada y ya no hay moretones a la vista.
Soy la clase de persona que tiene la misma cantidad de razones para reír y para llorar. Lloro a moco caído para reírme de que se me caen los mocos, o me río a más no poder para terminar llorando por una idea que me resultó triste. Y no voy a caer en el error pelotudísimo de pensar que AY, SOY BIPOLAR. No. Soy... qué sé yo. Una duda con patas, un péndulo oscilante, el azar enmascarado. A veces, mi espectador se siente confundido por ese baile de risas y llantos. Y pobre, no sabe que hacer. Y miren qué gracioso, yo tampoco sé que hacer.
Situaciones de incomodidad, de no saber cómo ni qué, ni con qué, se repiten siempre. Sobretodo cuando hacés chistes todo el tiempo a modo de mecanismo de autodefensa. Y por si nos faltaba algo, la pregunta del millón: ¿De qué tratamos de defendernos? En realidad, tratamos de preservar nuestra psiquis de la forma más integra posible. Las razones están a la vista de todos. Alguien asquerosamente sensible que terminó con el bocho convulsamente revolucionado, es un mono con cuchillo. Ey, espere, no llame ni al borda, ni a su pabellón psiquiátrico amigo, que por suerte los seres como yo terminamos con una guitarra o un pincel en la mano. Y créame, es lo mejor que le pudo pasar al mundo; de lo contrario, tendríamos sobrepoblación en las clínicas psiquiátricas, habría que construir nuevas, y con lo jodido que está todo, con lo caro que está el ladrillo... No conviene, no conviene.
Volviendo, soy un niño encaprichado, encapuchado, emancipado. Y el costo de todo eso es ser bastante frágil, es tener que volverse inventor de toda una maquinaria que funcione para nosotros, no para alguien más, pero que nos permita comunicarnos con los demás. ¿Hace falta que diga que esa es la parte difícil? Por suerte uno se entrena en la materia desde que nace, y aunque a veces quedan secuelas, solo son ''datos de color'' en la vida cotidiana, nada que sea para alertarse.
Soy una persona como usted, ¿Sabe? Solo que tal vez no lo descubrió todavía, o lloraríe/ríellora a escondidas. Deje de reprimirse. Yo le voy a decir lo que tiene que hacer: inspirarse. Inspirarse por y para surcar los mares de los sentidos más peligrosos y a la vez, más fascinantes. Tiene que agarrar un maldito lápiz y escribir la novela que merecerá el próximo premio nobel. ¿No tiene el maldito lápiz? Valgase de zapatos de tap y zapateé hasta que se le caigan los pies. Apasiónese. Descubra que la cura para un resfrío puede ser una taza de té de canela y miel. Viva intensamente todo, sin excepción, porque la única droga que realmente le sirve al alma, es el deseo de sentirse vivo, no basta con estarlo, hay que sentirlo hasta el tuétano, hasta esa partecita de su cuerpo que no sabía que tenía.
Libérese. Llore cuando quiera llorar, pero además, plásmelo en algún lado. Inspirar a alguien más con nuestra obra es la verdadera llave para poder liberar otros espíritus.

viernes, 3 de enero de 2014

Los flamencos de la mampara

Cuando murió no tuve tiempo, o quizás fuerzas de permitirme darme cuenta de cómo iban a seguir las cosas. En ese momento no pude entender que cada una de las articulaciones meticulosamente acomodadas que daba orden a nuestras vidas eran en realidad una mampara de flamencos que ocultaba su fragilidad. El tiempo había convertido a esa mujer de gran carácter en una chiquilla débil y testaruda, que a penas podía hacer valer su ímpetu de aquellos años en los que nos crío.

Ella era mi abuela. Se llamaba Rosa Marta Barreiro y siempre llevaba el pelo corto. Yo le decía Marta junto con Hernán, mi hermano. Discutíamos mucho, siempre por insolencias mías,producto de atravesar una adolescencia sin descanso ni remedio y porque ella no podía aceptar que por más que se esforzara, no podría chaparme a la antigua ni cortarme con su misma tijera. A veces, eran peleas fuertes y dolorosas para ambas. Me enojaba mucho, me enojaba con la misma intensidad con que la quise, quiero y
recuerdo hoy, a penas dos meses y medio después de que quiso irse de este lado.

Me cuesta mucho llorarla. Solo pude hacerlo el día de su entierro, a la noche cuando todo había pasado y la vida me enfrentaba a seguir adelante poniendo una sonrisa mecánica, que no pude sostener en el momento y me escapé para buscar un abrazo y un matecocido. Entonces pude sentirme bien y esa noche descansé como una nena que jugó incansablemente en la plaza, hamacándose hasta el cielo, desconociendo lo que significa ser mortal.

Pasaron algunos días y comenzó a suceder lo que sigue ocurriéndome, la sueño. La sueño y a veces sé que está muerta, y la escucho abrir la puerta de mi casa, entrar como si nada y de repente es volver a vernos las caras mi mamá, ella y yo en la cocina, una postal de tres generaciones que llevan en la mirada la marca de la estirpe. Pero otras veces (como hoy) la sueño chiquita, sin fuerza, y la cargo entre mis brazos, y me pregunta ''Juli, ¿Hasta cuándo me voy a sentir así?'' y yo no sé que decirle, le digo que ya va a pasar, que siga cómo le indicó el doctor, pero ella no quiere, ella no quiere quedarse acá, en esta vida. Y yo lo veo en el color de su cara, en las caricias que me faltan y en que nadie más en esta vida va a decirme Julita si no es ella. Solo una vez, soñé que le imploraba que se quedara, le gritaba que la amaba, que por favor no se fuera. Es duro despertarse, no me levanto triste, ni sintiendo su ausencia, pero el recuerdo me demuestra que en lo profundo de mi inconsciencia es una herida que no puedo cerrar.

Hoy tengo diecinueve años. Desde que tenía once aproximadamente, me pidió hasta el hartazgo que pintara la mampara de flamencos que se encuentra en el baño.  Lo retrasé siempre, por vaga, porque no quería, porque cuando me piden demasiado las cosas por alguna razón me cuesta hacerlas. Sin embargo los flamencos evocan en mí el recuerdo más puro. Los últimos días que la vi en el hospital, el mismo día que ella se enojó conmigo porque no dormí en mi casa, pensaba en los flamencos, en las mamparas que encubrían secretos de familia que solo la gran matrona sabía. Pensaba en los flamencos, en las mamparas, en el color que habían perdido los flamencos, en la niebla que hay tras las mamparas. Pensaba también en el espejo desgastado que hay en la habitación de mi mamá; habitación eternamente intacta, con ese espejo que tenía la particularidad de encarnarme en el cuerpo de mi madre, tomar su rostro, tener sus diecinueve años y no los míos. Pensaba en el comedor que siempre fue un museo familiar, en el poco perfume que quedó atrapado en un frasco con forma de perrito, que siempre huelo a escondidas, con miedo, porque todas estas cosas me dan miedo. Pero, siempre vuelvo a su casa, me escabullo cuando mi abuelo no está y me rasguño el pecho con mi curiosidad que se vuelve una daga. Y de nuevo el museo, el espejo, los flamencos, la mampara. Miedo, miedo, miedo. Miedo a desconocer, a tener misterios en la sangre que tal vez no esté destinada a conocer. Y tal vez por esa razón no pueda enfrentarme a la mampara, nadar entre los flamencos, o verme ante el espejo.

Tal vez no pueda enfrentar que ella se llevó consigo gran parte de mi inocencia y me abrió la puerta a una madurez que no admite retornos.