viernes, 3 de enero de 2014

Los flamencos de la mampara

Cuando murió no tuve tiempo, o quizás fuerzas de permitirme darme cuenta de cómo iban a seguir las cosas. En ese momento no pude entender que cada una de las articulaciones meticulosamente acomodadas que daba orden a nuestras vidas eran en realidad una mampara de flamencos que ocultaba su fragilidad. El tiempo había convertido a esa mujer de gran carácter en una chiquilla débil y testaruda, que a penas podía hacer valer su ímpetu de aquellos años en los que nos crío.

Ella era mi abuela. Se llamaba Rosa Marta Barreiro y siempre llevaba el pelo corto. Yo le decía Marta junto con Hernán, mi hermano. Discutíamos mucho, siempre por insolencias mías,producto de atravesar una adolescencia sin descanso ni remedio y porque ella no podía aceptar que por más que se esforzara, no podría chaparme a la antigua ni cortarme con su misma tijera. A veces, eran peleas fuertes y dolorosas para ambas. Me enojaba mucho, me enojaba con la misma intensidad con que la quise, quiero y
recuerdo hoy, a penas dos meses y medio después de que quiso irse de este lado.

Me cuesta mucho llorarla. Solo pude hacerlo el día de su entierro, a la noche cuando todo había pasado y la vida me enfrentaba a seguir adelante poniendo una sonrisa mecánica, que no pude sostener en el momento y me escapé para buscar un abrazo y un matecocido. Entonces pude sentirme bien y esa noche descansé como una nena que jugó incansablemente en la plaza, hamacándose hasta el cielo, desconociendo lo que significa ser mortal.

Pasaron algunos días y comenzó a suceder lo que sigue ocurriéndome, la sueño. La sueño y a veces sé que está muerta, y la escucho abrir la puerta de mi casa, entrar como si nada y de repente es volver a vernos las caras mi mamá, ella y yo en la cocina, una postal de tres generaciones que llevan en la mirada la marca de la estirpe. Pero otras veces (como hoy) la sueño chiquita, sin fuerza, y la cargo entre mis brazos, y me pregunta ''Juli, ¿Hasta cuándo me voy a sentir así?'' y yo no sé que decirle, le digo que ya va a pasar, que siga cómo le indicó el doctor, pero ella no quiere, ella no quiere quedarse acá, en esta vida. Y yo lo veo en el color de su cara, en las caricias que me faltan y en que nadie más en esta vida va a decirme Julita si no es ella. Solo una vez, soñé que le imploraba que se quedara, le gritaba que la amaba, que por favor no se fuera. Es duro despertarse, no me levanto triste, ni sintiendo su ausencia, pero el recuerdo me demuestra que en lo profundo de mi inconsciencia es una herida que no puedo cerrar.

Hoy tengo diecinueve años. Desde que tenía once aproximadamente, me pidió hasta el hartazgo que pintara la mampara de flamencos que se encuentra en el baño.  Lo retrasé siempre, por vaga, porque no quería, porque cuando me piden demasiado las cosas por alguna razón me cuesta hacerlas. Sin embargo los flamencos evocan en mí el recuerdo más puro. Los últimos días que la vi en el hospital, el mismo día que ella se enojó conmigo porque no dormí en mi casa, pensaba en los flamencos, en las mamparas que encubrían secretos de familia que solo la gran matrona sabía. Pensaba en los flamencos, en las mamparas, en el color que habían perdido los flamencos, en la niebla que hay tras las mamparas. Pensaba también en el espejo desgastado que hay en la habitación de mi mamá; habitación eternamente intacta, con ese espejo que tenía la particularidad de encarnarme en el cuerpo de mi madre, tomar su rostro, tener sus diecinueve años y no los míos. Pensaba en el comedor que siempre fue un museo familiar, en el poco perfume que quedó atrapado en un frasco con forma de perrito, que siempre huelo a escondidas, con miedo, porque todas estas cosas me dan miedo. Pero, siempre vuelvo a su casa, me escabullo cuando mi abuelo no está y me rasguño el pecho con mi curiosidad que se vuelve una daga. Y de nuevo el museo, el espejo, los flamencos, la mampara. Miedo, miedo, miedo. Miedo a desconocer, a tener misterios en la sangre que tal vez no esté destinada a conocer. Y tal vez por esa razón no pueda enfrentarme a la mampara, nadar entre los flamencos, o verme ante el espejo.

Tal vez no pueda enfrentar que ella se llevó consigo gran parte de mi inocencia y me abrió la puerta a una madurez que no admite retornos.

2 comentarios:

Paola Rosalez dijo...

Siempre es lindo leerte, aún cuando en tus letras se reflejen tus ojos tristes.
Ojalá no sea la única entrada de este año, y si lo fuera, celebro porque la realidad de Juli-Alia, fue protagonista.

The Lady is a Tramp. dijo...

Estoy fascinada con tu escritura, lo viví todo como si me hubiese pasado a mi. Te quiero!